Ésa mañana, particularmente, amaneció lluviosa,
las banquetas húmedas conducían a Valentina hacia el mismo lugar, un cafecito
apenas, donde dos o tres parroquianos, quienes coincidían con ella,
secretamente, en que disfrutar el silencio es un pasatiempo casi imposible de
vivir en una gran ciudad; sorbían a ratos sus tazas de té o café,
intercambiaban indiferentes miradas entre sí, sonreían, indiferentemente
también y continuaban con su disfrute personal.
Ella se sentó, pidió al mesero un café americano, señalándolo con el dedo índice en el menú, para no romper con aquel silencio tan húmedo. Leyó un poco, no podía concentrarse mucho, en realidad, sentía haberlo dejado durmiendo, sabiendo que no se haría ningún café, que se levantaría tarde y así saldría, sin comer; quiso volver, se imaginó corriendo, alcanzando a comprar alguna pieza de pan y poniendo a calentar agua en la tetera que ya no chiflaba al hervir.
Ella se sentó, pidió al mesero un café americano, señalándolo con el dedo índice en el menú, para no romper con aquel silencio tan húmedo. Leyó un poco, no podía concentrarse mucho, en realidad, sentía haberlo dejado durmiendo, sabiendo que no se haría ningún café, que se levantaría tarde y así saldría, sin comer; quiso volver, se imaginó corriendo, alcanzando a comprar alguna pieza de pan y poniendo a calentar agua en la tetera que ya no chiflaba al hervir.
No lo hizo.
Pensó en el descanso, en la paz
que aquella mañana le concedía y la lejanía de volver a tenerla pasando una
semana. Habiendo visto lo anterior, ya sin distracción alguna retomó su
lectura, en ella, en cada uno de los nombres de sus personajes, y en cada
evento, se vio, se vio extremando el resaltar sus ojos con un maquillaje que le
ardía en los lagrimales, sacrificio que estaba dispuesta y contentísima de
seguir, para obtener que él la mirará con ternura, con deseo, o con el
sentimiento que fuere, pero que estuviera dirigido sólo a ella.
Dos horas más tarde él le envió
un mensaje de texto, sacándola de un mundo que ella solía disfrutar en niveles
inimaginables, porque creía que cada libro le hablaba de momentos que no tenía
conscientes en la propia vida, sino hasta leerlos en la persona de la “Joyce”
de Alice Munro, o de la “Otilia”, la niña mala de Vargas Llosa, disfrutaba
proyectar la historia contada por alguien más, en sus propias historias.
(…)
El mensaje de texto rezaba que
moría de hambre, que estaba a mitad del trabajo y que esperaba poder salir a
las 5 de la tarde; ella le contestó urdiéndole a terminar lo más pronto posible.
Valentina se estuvo una hora más
por el café, ahora no leyendo, disfrutando la humedad de la mañana, le llamó la
atención un parroquiano que no dejó de mirar atentamente la cuchara que aún
tenía una gota de café, ya fría, a ella le pareció que esperaba ardientemente
obtener respuestas con sólo sostener la mirada hacia el inanimado objeto, así
como ella las obtenía leyendo, quizá.
Volvió a casa y se dispuso a
prepararlo todo para recibirlo, las flores que había obtenido de una anciana a
la que elogió su jardín, estaban dispuestas al centro de la mesa, era un ramito
austero muy bello. Dispuso los platos, sabía que estaría a minutos de llegar. Y
así fue.
Él entró a la casa, fue a
besarle, dispuso el resto de los cubiertos, la abrazó por la cintura y besó su
vientre por encima del delantal, ella le besó la frente.
Comieron.
Bien dice la autobiografía... loca
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